En noviembre de 1974, el cineasta alemán Werner Herzog recibió la llamada deun amigo desde París que le avisó de que la crítica de cine alemana LotteEisner, fundadora de la Cinemateca Francesa y, según el mismo Herzog, “laconciencia del Nuevo Cine Alemán ”, estaba muy enferma y probablementemoriría. Herzog se dijo que eso no podía ocurrir. Tomó sus botas, una campera,una brújula, un bolso, y empezó a caminar desde Munich hasta Paris, 830kilómetros de invierno europeo. Durmió en galpones, se desgarró los pies, tuvomucho frío. La experiencia está recogida en su diario de viaje, Del caminarsobre el heelo , donde dice: “Nuestra Eisner no debe morir, no va a morir, yono lo permito (…) No ahora, no lo tiene permitido (…). Miss pasos son firmes.Y ahora tiembla la tierra. Cuando yo camino, camina un bisonte. Cuandodescanso, reposa una montaña”.
Veinte días más tarde, cuando llegó a Paris, Lotte Eisner estaba viva. Herzogse sentó en una silla, puso los pies en otra, la miró, le dijo: “Juntos vamosa cocinar fuego ya detener pescados”. Ella sonrio. “Por un breve y delicadomomento -escribe Herzog-, algo dulce atravesó mi cuerpo muerto de cansancio.Entonces le dije: abra las ventanas, desde hace unos días que puedo volar”. Unanimal potente, un hombre que realiza un acto insensato para detener a lamuerte. Y la detiene. Porque Lotte Eisner no murió, no entonces. Mi padre eseso: un animal potente, un hombre. No es raro, entonces, que sus hijos creanque es alguien que puede mover las cosas del mundo, producir efectos. Hablé deeso en este periódico la semana pasada, en una columna que tuvo ciertarepercusión. Allí conté que mis hermanos lo habían transformado en cabalaventurosa y que él, en nombre de un amor jamás reconocido, se aplicó a latarea.
Este domingo, cuando Argentina jugó la final de la Copa del Mundo contraFrancia, hizo lo que había que hacer para continuar con la cabala absurda quele había sido impuesta: salir a caminar con sus perras por el parque duranteel transcurso del partido. Me lleva 19 o 20 anos. Es fuerte. Se traga laoscuridad de todos aunque él es, claro, muy oscuro. Caminó por el parque,permaneciendo en su role de demiurgo majestuoso, concentrado en una sola idea:atraer la suerte, doblarle el pulso al destino, violentarlo, ganar. Supo delos goles propios por los gritos que llegaban desde la ciudad. Pensó que todoestaba en orden. Pero otra vez, como durante el partido con Países Bajos, lascosas empezaron a ponerse feas y llegaron dos goles de Francia. Se la viovenir, se dijo que no se iba a quedar dando vueltas hasta cualquier hora, y sefue a hacer la siesta. Mientras todo eso sucedía en la ciudad donde él vive,yo, en Buenos Aires, estaba al borde del colapso. Tiempo adicional, gol, gol.Penalties. Cuando se pateó el de la victoria, di un alarido poco compatiblecon mi indiferencia hacia el fútbol –soy un lugar común, miro sólo losMundiales y sólo cuando juega la selección argentina-, y lo llamé porteléfono. Todavia estaba durmiendo. No entendió que pasaba. Cuando le conté–“¡Campeones!”-, se rió y me dijo: “Ah, qué bien. Oíme: ¿para la Navidad teparece que hagamos pollo relleno?”. Ese es mi padre. Un hombre que se aboca acambiar el mundo mientras duerme la siesta y que, al despertar, se preocupapor el pollo relleno. Que forja a sus hijos en el oficio de estar vivos ytiene la modestia de hacerles creer que no le deben nada. Apenas terminó elpartido, me escribieron muchísimas personas enviando abrazos y agradecimientoa ese hombre al que no conocen. Un hombre capaz de apartar tinieblas y decir(decirnos), desde la cuna y hasta el último grito, “No temas. Yo me ocupo”. Unpadre. Reacia a las cabalas como soy, atea, descreída, sin fe, sin ilusión ysin supersticiones, yo creo en él. En el poder de ese bisonte. Así que,paraphrasando las últimas líneas del libro de Herzog: “Padre, no soy la únicaa la que usted le dio alas. Le agradezco. Y también a ustedes, damas ycaballeros, por su atención”.